'El corazón de la política tiene que ser el bien común'

La Iglesia Católica colombiana tiene, desde el pasado mes de julio, un nuevo jerarca, un ilustre y sencillo jerarca, muy poco conocido en las esferas públicas.
Óscar Urbina Ortega es el presidente de la Conferencia Episcopal, el cargo más importante dentro de la organización eclesiástica del país. Reemplazó en esa dignidad al reconocido cardenal Rubén Salazar, quien ahora anda concentrado en su cargo de arzobispo de Bogotá y como presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam).
Un hombre, cuentan sus allegados, esencialmente sencillo. De origen campesino. Un pastor que conoce a su rebaño; de esos pastores que tanto quiere y proclama el papa Francisco.
Nació en la vereda el Peñón del municipio de Arboledas (Norte de Santander) el 13 de abril de 1947. El hijo de Juan de Dios Urbina Ortega y Josefa Ortega Arias estudió en la escuelita del pueblo y afianzó su vocación religiosa con los padres redentoristas en Servitá (Santander), con quienes hizo el bachillerato mientras avanzaba en su formación como seminarista. Cursó estudios de catequesis en las universidades de La Salle y San Buenaventura, y fue ordenado sacerdote en 1973.
Cinco años después (1978) fue enviado a Roma a realizar la licenciatura y el doctorado en Filosofía como alumno del Colegio Pio Latinoamericano y de la Pontificia Universidad Gregoriana.
Fue obispo de su tierra, en Cúcuta y, desde el 2007, se desempeña como arzobispo de Villavicencio.
“Es un pastor incansable que ha hecho de la evangelización el motor de su vida. Conoce como pocos la realidad nacional porque ha desempeñado su ministerio en varias ciudades del país en contextos pastorales muy diversos y difíciles. Su voz es muy escuchada en nuestra Iglesia por la firmeza de su fe y lo acertado de sus análisis”, opina monseñor Pedro Mercado, presidente del Tribunal Eclesiástico.
Pasado el optimismo tras la visita papal, en la opinión quedan temas más terrenales: corrupción, polarización política, narcotráfico, asesinatos, procesos de paz delicados...
El pesimismo es una toma de conciencia, porque quedarse solo mirando lo positivo nos puede engañar. Mejor dicho, el que aflore toda esta problemática nos ayuda a que todo el pueblo tome conciencia, porque en la medida en que se da cuenta de los síntomas de una enfermedad es que empieza a curarse. Colombia tiene la capacidad de reaccionar. La sociedad tiene la obligación no solo de soñar sino de exigir un proyecto común, que hoy es difícil porque los mismos partidos nos atomizan.
¿Exigirle a quién?
Tanto al campo político como pedagógico y académico. Son tres esferas que tienen que beneficiar a las regiones, también, porque partimos del principio de que la paz se construye desde ahí. En las campañas políticas se tiene que escuchar más a la gente y no que simplemente se escuchen discursos en función de aceptarlos o rechazarlos. Con una democracia participativa también evitaríamos la corrupción.
La corrupción es una de las preocupaciones en la iglesia católica tras la reciente Asamblea Episcopal…
El mal está dentro; tenemos el corazón herido y enfermo. Cuando se pierde la dimensión ética se pierde la bitácora de generar auténticas relaciones, sanas y transparentes en la sociedad. Hay valores que son universales, como el valor de la vida, la libertad, la democracia y la búsqueda del bien común… ¡A eso no le podemos poner colores! Nos une a todos y con la corrupción todo es permitido excepto esos valores.
Desde la niñez se empieza a crecer con ese error grave. Por eso, un primer paso es hacer un rescate ético desde la familia. Soy campesino, y ni mi mamá ni mi papá me dejaron llegar nunca a mi casa con huevos o frutas que estuvieran al otro lado de la cerca. Después está la escuela y la vida profesional, espacios donde la ética de los valores universales se ha deteriorado.
Creo que, desde la política, los proyectos tienen que partir de definir cuál es la calidad de vida que la gente necesita, especialmente en las regiones. Desde ahí, ayudar sin pensar en separatismos ni nada de esas cosas.
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